Se está acabando el partido, vamos tres a cero, nos ganan los brasileños.

En el salón de mi casa veo la indignación de mis compañeros ante la derrota anunciada. Ya no hay remedio: perdemos. Me cuentan cómo se ha desarrollado el juego, hablan de suerte y desgracia, al parecer, las “canarinhas están en una buena racha. Los escucho por educación, sin inmutarme porque el fútbol no me importa nada. Después de todas las críticas y juramentos de mis compatriotas, enrabietados con la victoria del gran gigante del Sur, pronuncio la frase que da título a este texto:

“Cuando el fútbol se convirtió en el reflejo de la realidad económica”.

—¡No digas eso! —me imploran— pero ya es tarde, mi sentencia cae sobre el murmullo de una sala de estar que ya no quiere ser.

Poco después hago otro comentario mucho más desafortunado:

“Mañana empiezo los trámites para solicitar un pasaporte azul”.

Mis amigos me miran con una mezcla de euforia y decepción.

No me he unido al enemigo, hace tiempo que formo parte de otro equipo,

de otro esquema sociocultural, de otra orilla, que no es la misma que me vio nacer un día.

Yo ya soy del Sur, extranjera, adoptada, inmigrante retornada.

Hace más de un año que volví a España y, desde entonces, el desarraigo

de una “desubicación” exacerbada recorre mi sangre y aviva mis ganas de huir

a cualquier otra parte, lejos de aquí y dentro o cerca de las fronteras del verde Brasil.

Nos ganan, sí, pero no ahora, hace ya tiempo que perdemos todos los enfrentamientos con patrias americanas por goleada. Perdimos hoy, pero también ayer y tal vez mañana.

El deporte, que antes nos beneficiaba, llenando de medallas y gritos de triunfo

un país minado por las deudas, los impagos y los desahucios,

ahora nos expone ante nuestras carencias y temores.

Hoy nos acusa de una mala gestión en el campo de cualquier juego,

mientras Bárcenas se muere de miedo frente a un extraño compañero de celda y

el ciudadano de a pie revienta de rabia frente a sus iguales en el viciado ambiente de todos nuestros bares.

Nos vamos a pique en todas las riberas, el barco no se hunde: se entierra.

No nos ahogamos: nos sepultan.

No nos marchamos: nos expulsan.

No nos morimos: nos marchitan.

El fracaso no lo creemos: no los inculcan.

Um texto de M. E. M. C.